05-02-2015, 03:07 PM
EL CUENTO DEL JILGUERO
Dícese de la veracidad de esta historia.
Érase una vez un jilguero, el más bello, colorido, delicado y alegre pajarillo que puedas encontrar. Este jilguero había nacido y crecido en la naturaleza, entre árboles y campos de cardo, sus ojitos negros brillaban al ver la luz del sol, sus alas batían el viento y sus plumas dibujaban trazos de colores en el azul del cielo.
Un día, este pajarillo, tan codiciado por el ser humano por la belleza de su plumaje, la dulzura de su canto y la alegría de su carácter, fue a caer presa de la liga de un furtivo, desalmado, que gustaba de coleccionar coloridas libertades.
El pajarillo, enjaulado y privado de su natural libertad, entristeció y dejó de cantar, signo inequívoco de su dolor. En su desesperación diaria por intentar escapar de aquellos barrotes, se lastimó el extremo de una de sus alas, quedando así, herido y desatendido en su sufrimiento.
Ese desalmado tenía un familiar cuya pareja, una chica amante de los animales, conoció y coincidió con él una vez. El orgulloso furtivo no vacilaba en mostrar a todos sus invitados, los "trofeos" que había capturado durante los años anteriores.
A la muchacha, impresionada por aquella "colección" sin sentido, la invadió un sentimiento de injusticia, dolor, tristeza y lástima ante las depravaciones humanas. En particular su corazón quedó desolado al ver a aquel jilguerito inmóvil, herido, desnutrido, arrinconado en un extremo, en el suelo de la estrecha jaula.Â
Sin dudarlo, sintió el impulso de actuar, como siempre que había escuchado a su corazón, y ella sabía que él nunca se equivocaba. Discreta y humildemente la muchacha le rogó al extraño que le regalara un ejemplar, sugiriéndole que, de entre tantos seguro no le importaría llevarse uno, en concreto el menos favorecido.
El cazador no se opuso a la sugerencia, argumentando además que ese ejemplar no valía para nada, no cantaba ni se movía, sólo producía costes...
La muchacha trasladó al pajarillo con sumo cuidado hasta su hogar, lo hospedó en su terraza acristalada, en una jaula grande, limpia y bien llena de comida, agua y bañera, dejándole la puerta abierta, sobre una mesa junto al ventanal, conocedora de que no podría ir muy lejos.
El primer día el pajarillo no se movió. El segundo día, al levantar la persiana, el jilguero regaló una estrofa de canto, breve y débil, a la muchacha, quien lo interpretó como un "gracias por dejarme ver la luz del sol".
Los días siguientes el animalito comenzó a comer gradualmente, más y mas, saliendo frecuentemente de la jaula, sin poder volar, a bañarse en la bañera, un plato verde de barro con fondo plano que había dispuesto para él sobre la mesa. Su plumaje se iba recuperando y su herida del extremo del ala se iba cicatrizando.
Tras una semana, la muchacha se alegró mucho cuando un buen día escuchó al pajarillo comenzar a cantar!!!! Qué bien cantaba... era una dulzura y sin duda un regalo poder oír su canto.
Los días pasaron y el pajarillo se acostumbró a vivir fuera de la jaula, moviéndose a saltitos. Allí fuera estaba a gusto.
Pero más aún se alegró la chica el día que el jilguero dio su primer vuelo por la terraza, de extremo a extremo, de una cortina a otra: su ala se había recuperado!!!
Aunque al principio se chocaba con los cristales, el pajarillo volaba cada día con más confianza, con más fuerza y con más alegría, recuperado su peso, sus alas se habían fortalecido, sus plumas volvían a brillar y su canto volvía a escucharse alto y fuerte.
Para la chica había sido su mascota, su compañero, una experiencia y también una buena terapia que sin duda necesitaba, pero... comprendía que el pajarillo no la pertenecía a ella, y que su egoísmo de humana no podía quitar lo que Dios le había legado a ese ser por derecho divino: la libertad.
De esta manera, un soleado domingo de mayo, con humildad y tristeza, pero al mismo tiempo con gran alegría por él, la muchacha dejó abierta la ventana de la terraza.
El pajarillo se asomaba, no se lo podía creer, daba la vuelta hacia dentro, se volvía a asomar otra vez... tenía miedo de lastimarse con el cristal, pero esta vez no parecía cristal, esta vez respiraba el aire limpio de la mañana, oía el eco de su canto en la calle... esta vez parecía de verdad... Finalmente se arriesgó, se llenó de valor, se armó de fuerzas, llenó sus pulmones de aire fresco, tomó impulso y...
Nunca olvidaré aquel último vuelo en círculo, aquella mañana de mayo, como un boomerang que regresa a su origen, como queriendo volver para decirme "gracias por todo" y después irse para siempre, para continuar su camino. Voló alto en el cielo y desapareció poco a poco, fundiéndose como un punto en la azul lejanía del horizonte.
A mi, personalmente me sucedió algo muy parecido:
Me encontraba, hace años, en la Universidad de Alicante con mi mujer. Era verano, no recuerdo el mes. Vimos a un gorrioncillo que había saltado del nido o simplemente se había caido. No podía volar, demasiado pequeño aún, pero daba tímidos saltitos frente a cinco espectadores felinos que no le quitaban ojo y ya habían formado un círculo rodeándolo.
Sin más me apresuré y le tiré mi camiseta atrapándolo de inmediato y lo llevé a casa, donde lo alojé y cuidé de la mejor manera posible. Me gustan mucho los gorriones y caí en la tentación de hacerlo mío. En unos pocos meses descubrí que se trataba de una hembra y preciosa.
Pero por mucho que la cuidaba, la mimaba y me preocupaba por ella, no se acostumbraba a mí, necesitaba irse, escapar, volar. Se hizo daño en la cara con los barrotes de la jaula. Así pues, con todo el dolor de mi alma decidí darle puerta.
Recuerdo que junto a mi mujer le abría la jaula a primera hora de la mañana de un domingo. Y aunque tardó un poco al final saltó pero no se fué. Comenzó a dar vueltas sobre mí, como si fuera alguna ceremonia de despedida. Se paró en una ventana, volvió a bajar a revolotearme piándome con fuerza y así hasta que al final pareció decirme un adiós y desapareció por encima de los edificios.
Aunque no la he vuelto a ver mi mujer me dice que muchas mañanas la ve venir al patio y comer del alpiste que cae al suelo. La reconoce por la marca de los barrotes en la cara.
"Cuando se trata de fauna salvaje, si te necesitan cuidalos con todas tus fuerzas, pero respeta el día que quieran su libertad"
Dícese de la veracidad de esta historia.
Érase una vez un jilguero, el más bello, colorido, delicado y alegre pajarillo que puedas encontrar. Este jilguero había nacido y crecido en la naturaleza, entre árboles y campos de cardo, sus ojitos negros brillaban al ver la luz del sol, sus alas batían el viento y sus plumas dibujaban trazos de colores en el azul del cielo.
Un día, este pajarillo, tan codiciado por el ser humano por la belleza de su plumaje, la dulzura de su canto y la alegría de su carácter, fue a caer presa de la liga de un furtivo, desalmado, que gustaba de coleccionar coloridas libertades.
El pajarillo, enjaulado y privado de su natural libertad, entristeció y dejó de cantar, signo inequívoco de su dolor. En su desesperación diaria por intentar escapar de aquellos barrotes, se lastimó el extremo de una de sus alas, quedando así, herido y desatendido en su sufrimiento.
Ese desalmado tenía un familiar cuya pareja, una chica amante de los animales, conoció y coincidió con él una vez. El orgulloso furtivo no vacilaba en mostrar a todos sus invitados, los "trofeos" que había capturado durante los años anteriores.
A la muchacha, impresionada por aquella "colección" sin sentido, la invadió un sentimiento de injusticia, dolor, tristeza y lástima ante las depravaciones humanas. En particular su corazón quedó desolado al ver a aquel jilguerito inmóvil, herido, desnutrido, arrinconado en un extremo, en el suelo de la estrecha jaula.Â
Sin dudarlo, sintió el impulso de actuar, como siempre que había escuchado a su corazón, y ella sabía que él nunca se equivocaba. Discreta y humildemente la muchacha le rogó al extraño que le regalara un ejemplar, sugiriéndole que, de entre tantos seguro no le importaría llevarse uno, en concreto el menos favorecido.
El cazador no se opuso a la sugerencia, argumentando además que ese ejemplar no valía para nada, no cantaba ni se movía, sólo producía costes...
La muchacha trasladó al pajarillo con sumo cuidado hasta su hogar, lo hospedó en su terraza acristalada, en una jaula grande, limpia y bien llena de comida, agua y bañera, dejándole la puerta abierta, sobre una mesa junto al ventanal, conocedora de que no podría ir muy lejos.
El primer día el pajarillo no se movió. El segundo día, al levantar la persiana, el jilguero regaló una estrofa de canto, breve y débil, a la muchacha, quien lo interpretó como un "gracias por dejarme ver la luz del sol".
Los días siguientes el animalito comenzó a comer gradualmente, más y mas, saliendo frecuentemente de la jaula, sin poder volar, a bañarse en la bañera, un plato verde de barro con fondo plano que había dispuesto para él sobre la mesa. Su plumaje se iba recuperando y su herida del extremo del ala se iba cicatrizando.
Tras una semana, la muchacha se alegró mucho cuando un buen día escuchó al pajarillo comenzar a cantar!!!! Qué bien cantaba... era una dulzura y sin duda un regalo poder oír su canto.
Los días pasaron y el pajarillo se acostumbró a vivir fuera de la jaula, moviéndose a saltitos. Allí fuera estaba a gusto.
Pero más aún se alegró la chica el día que el jilguero dio su primer vuelo por la terraza, de extremo a extremo, de una cortina a otra: su ala se había recuperado!!!
Aunque al principio se chocaba con los cristales, el pajarillo volaba cada día con más confianza, con más fuerza y con más alegría, recuperado su peso, sus alas se habían fortalecido, sus plumas volvían a brillar y su canto volvía a escucharse alto y fuerte.
Para la chica había sido su mascota, su compañero, una experiencia y también una buena terapia que sin duda necesitaba, pero... comprendía que el pajarillo no la pertenecía a ella, y que su egoísmo de humana no podía quitar lo que Dios le había legado a ese ser por derecho divino: la libertad.
De esta manera, un soleado domingo de mayo, con humildad y tristeza, pero al mismo tiempo con gran alegría por él, la muchacha dejó abierta la ventana de la terraza.
El pajarillo se asomaba, no se lo podía creer, daba la vuelta hacia dentro, se volvía a asomar otra vez... tenía miedo de lastimarse con el cristal, pero esta vez no parecía cristal, esta vez respiraba el aire limpio de la mañana, oía el eco de su canto en la calle... esta vez parecía de verdad... Finalmente se arriesgó, se llenó de valor, se armó de fuerzas, llenó sus pulmones de aire fresco, tomó impulso y...
Nunca olvidaré aquel último vuelo en círculo, aquella mañana de mayo, como un boomerang que regresa a su origen, como queriendo volver para decirme "gracias por todo" y después irse para siempre, para continuar su camino. Voló alto en el cielo y desapareció poco a poco, fundiéndose como un punto en la azul lejanía del horizonte.
A mi, personalmente me sucedió algo muy parecido:
Me encontraba, hace años, en la Universidad de Alicante con mi mujer. Era verano, no recuerdo el mes. Vimos a un gorrioncillo que había saltado del nido o simplemente se había caido. No podía volar, demasiado pequeño aún, pero daba tímidos saltitos frente a cinco espectadores felinos que no le quitaban ojo y ya habían formado un círculo rodeándolo.
Sin más me apresuré y le tiré mi camiseta atrapándolo de inmediato y lo llevé a casa, donde lo alojé y cuidé de la mejor manera posible. Me gustan mucho los gorriones y caí en la tentación de hacerlo mío. En unos pocos meses descubrí que se trataba de una hembra y preciosa.
Pero por mucho que la cuidaba, la mimaba y me preocupaba por ella, no se acostumbraba a mí, necesitaba irse, escapar, volar. Se hizo daño en la cara con los barrotes de la jaula. Así pues, con todo el dolor de mi alma decidí darle puerta.
Recuerdo que junto a mi mujer le abría la jaula a primera hora de la mañana de un domingo. Y aunque tardó un poco al final saltó pero no se fué. Comenzó a dar vueltas sobre mí, como si fuera alguna ceremonia de despedida. Se paró en una ventana, volvió a bajar a revolotearme piándome con fuerza y así hasta que al final pareció decirme un adiós y desapareció por encima de los edificios.
Aunque no la he vuelto a ver mi mujer me dice que muchas mañanas la ve venir al patio y comer del alpiste que cae al suelo. La reconoce por la marca de los barrotes en la cara.
"Cuando se trata de fauna salvaje, si te necesitan cuidalos con todas tus fuerzas, pero respeta el día que quieran su libertad"
El criador, dícese de aquél lleno de ilusiones y un puñado de alpiste en los bolsillos.